De caza por la tierra de hielo
La odisea en Islandia, buscando las famosas auroras boreales
Pegada a la ventanilla del avión, después de unas horas de viaje desde el aeropuerto londinense Gatwick, observo sin pestañar. Una explanada de hielo parece no tener fin allá abajo. El inagotable color blanco me dice cuán lejos estoy de los 40 grados de la Plaza Colón en pleno enero. Me pregunto por qué son tan pequeñas estas ventanillas, siendo que afuera hay tanto que espera ser visto.
Una vez sobre la pista colmada de nieve, el altavoz anuncia: “Welcome to Iceland”–bienvenidos a Islandia–, la tierra de hielo. Sonrío, de alegría y nervios, por lo incierto que se posa frente a mis ojos.
El 55 –bus local que conecta al aeropuerto con Reikiavik– me deposita en la capital. Una pequeña ciudad para las grandes naciones, enorme para los lugareños. Acá viven dos tercios de los casi trescientos cuarenta mil habitantes del país, me cuenta Triggvi tras abrir la puerta de su casa, un islandés fanático de Maradona. Él forma parte de mi lista de “Si vas a… llámalo a…”, el típico amigo de un amigo de otro conocido.
Mientras paseo por las heladas calles de la ciudad conozco a Juan. Un argentino que se dirige a rentar un auto junto a tres italianos. Según les informaron en la oficina de turismo, es la forma más económica para conocer la isla. Y, claro está, salir a cazar auroras boreales.
– ¿Te sumas? Nos queda un lugar– dice Juan.
Media hora después, mate en mano y al ritmo de Laura Pausini, nos encontramos rumbo a la primera parada: Seljalandsfoss.
Casi abandonadas, en medio de la blanca escena, tres cascadas luchan para continuar su movimiento y no quedarse tiesas como las estalactitas que las rodean. Cada paso debe ser firme para evitar caer por el tobogán de hielo. Levanto la vista, un infinito horizonte semejante a una manta de algodón, se extiende por toda la superficie.
Seguimos camino rumbo a otra famosa cascada, Skógafoss. Sesenta metros de caída libre hacen retumbar el corazón de quien se atreva a acercarse.
Sobre el mirador, rondando las cuatro de la tarde, observamos la temprana caída del sol. Unas miradas cómplices se conectan en el aire, el momento tan esperado por todos se acerca.
Desde el poblado de Vik salimos con el objetivo claro, en medio de la helada y oscura noche esperamos, esperamos y esperamos. Con los ojos pegados al cielo, lejos de la ciudad, las ajugas del reloj no se detienen y los kilómetros del día se empiezan a sentir en todo el cuerpo. La caza de la jornada queda en saldo negativo y el auto se convierte en el mejor refugio para esperar el amanecer.
Siendo las ocho de la mañana debemos levantar los ánimos de la fallida noche, por lo que encendemos motores y partimos hacia Glacier Lagoon, el mayor lago glaciar de Islandia. Sobre el agua nítida flotan un sinfín de bloques de hielo, tan brillantes y relucientes como el diamante.
Luego de las fotos y risas en la pequeña playa en la que desemboca esta laguna, plagada de hielos gigantes y rocas negras, la decisión del grupo es unánime: volver a Reikiavik. Excepto, la de quien escribe. Empecinada en ver las famosas luces del norte e ir en contra aquella corriente que dice que no es posible viajar a dedo en el invierno islandés, me separo del grupo.
Un destartalado tractor, un colectivo fuera de servicio y unas turistas chinas son quienes me ayudan a desandar el trayecto hasta Höfn, un pequeñísimo pueblo en al sureste del país.
Fue amor a primera vista. Un puñado de coloridas casas le dan marco a las montañas rebalsadas de nieve. A tan solo unas cuadras, el pueblo no mide más de ello, una entrada del mar invita a reflexionar con algunos glaciares de fondo.
Una noche no me parece suficiente para este increíble lugar, a parte anoche las testarudas auroras no quisieron lucirse como la aplicación (sí, existe una aplicación para cazar auroras) decía.
Un único problema va con mi deseo de hacer base en Höfn, los hostels en Islandia cuestan cincuenta euros el día y no estoy en condiciones de pagar una noche más. ¿Couchsufing? El más cercano está a cincuenta kilómetros y su última conexión fue hace dos años.
Sentada en el comedor del hostel pienso y voy descartando las opciones de quedarme. ¿Dormir en el auto de alguien? No, al huésped que le pregunté se va hoy. ¿Bomberos, policía? No. ¿Terminal de ómnibus? No existe y el frío es tirano de verdad.
Ya decidida a comenzar la jornada de autostop hacia el otro lado de la isla, se me acerca el chico que hacía un rato estaba limpiando las habitaciones. Un croata que por esas cosas de la vida habla español, me cuesta mucho comunicarme en el interior de la isla ya que el inglés no es usual. Le cuento mi encrucijada y me pide que lo espere unos minutos.
Resulta que él vive en una casa con dos amigos, un húngaro (profesor de español) y un bosnio, y les sobra un cuarto. Al medio día ya estoy instalada con mis nuevos amigos que no paran de agasajarme con comidas típicas de sus países y clases de idiomas varios. Todas las noches salimos a cazar auroras a veces con buenos resultados y otras no tanto, por lo que nos mimamos con una cerveza y una película en el living de la casa.
Después de cuatro días de vivir como en casa y con el cuerpo y alma ya recargados al 100%, decido continuar viaje, esquivando las quejas y negativa de mis nuevos amigos a que me vaya.
Destino: el norte de la isla, dicen que por allá las auroras explotan todas las noches.
Erguida sobre la ruta número uno, aguardo que algún conductor frene y que el pulgar no se congele en el intento. Saltando de un auto a una camioneta y de nuevo a un auto es como se van descontando los kilómetros. Una ambulancia es la que se lleva el título de heroína salvándome de la tormenta de nieve que se aproxima y depositándome, treinta minutos después, en la casi innombrable comunidad de Stykkishólmur.
Ferghus es quien me recibe, un irlandés radicado en este pueblo de dos mil habitantes. Los pronósticos de esta noche no son de los mejores para el avistamiento de las auroras. Sin embargo, nosotros, tercos, preparamos un litro de té, nos ponemos toda la ropa a nuestro alcance y salimos en dirección a una pequeña colina. Desde acá evitamos las pocas luces de Stykki, como dicen los locales.
Llegando a la cima un reflejo se asoma al otro lado de la montaña. Corremos o fingimos hacerlo, la nieve nos llega hasta las rodillas. Nos quedamos congelados, no por el frío, no. Ninguno siente los -10º C. Una enorme estela verde se nos está acercando.
Se va haciendo más grande y nítida. Al mismo instante que me llevo las manos a la boca, sin creer lo que mis ojos trasmiten, se ilumina la negra noche. Los colores empiezan a danzar sobre mi cabeza. ¿Esto es real? Sí lo es, me grito internamente.
Hacia donde mire hay luces flameando. Van y vienen, serpenteando los rosas con los verdes, los blancos con los púrpuras, todos brindando un espectáculo de fantasía.
El telón opaco vuelve a teñir el cielo y los galopantes sentimientos comienzan a aflorar en todo mi cuerpo. Aún tiesa del asombro, siento como unas gotas humedecen mi cara.
Desde el aire, con el sueño cumplido en la mochila, me despido de esta tierra mágica. Una vez en suelo firme, elevaré mi queja sobre las ventanillas; no son suficientes estos escasos centímetros para sentir de cerca la verde aurora que está rodeando al avión.
Gracias a vos por leer!