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El patio de los Therese

Un giro de 180º en mi viaje y vida, tan impensado e irreal como un vuelo espacial.

– ¡Tatie!- grita Junior al verme entrar por la puerta de su casa, y corre a dar el abrazo de todos los días.
Desconcertada, respondiendo al saludo matutino, sin saber qué acaba de decir el niño de tres años, miro a Ann, su mamá. Ella busca en el diccionario francés-español que adquirieron a causa de los nuevos huéspedes y responde a la pregunta que le hice con la mirada: “Tía”.

La piel se me eriza mientras los ojos se humedecen. Creo que esto me va a suceder cada vez que recuerde este momento.

Sloane Therese junto a sus cinco hijos en la puerta de su casa.

Junior Therese es el tercero de cinco hermanos –Suan y Stellyane los mayores, Kaki y Soso las más pequeñas–. Son hijos de Ann y Sloane, de veinticinco años. Viven en el Amerindien Village, en Kourou y, como la mayoría de sus vecinos, nacieron en Guayana Francesa. Criados en tierra sudamericana, bajo reglas europeas  y raíces africanas.

Kourou está ubicado a cincuenta y cinco kilómetros de la capital departamental, Cayenne. Es la segunda ciudad de este pequeño territorio, poblado únicamente en la zona costera, el resto es selva infranqueable. Cuentan los pobladores que hacia allí migraron los africanos cuando la esclavitud fue abolida allá por 1848.

Hace más de veinte días que el patio de los Therese es mi hogar. La mochila descansa bajo el techo de su casa. Y el cuerpo, al final de cada jornada, se amolda a la arena por debajo y a la inmensidad de las estrellas por arriba. La bruma, visitante asidua, también participa de las jornadas nocturnas, no importa la cantidad de agua que utilice para limpiarme, ella siempre está pegada a mi piel.

El oleaje es el sereno de las noches y el sol manda tiranamente en el día. A media mañana es casi imposible permanecer en la destartalada carpa, por lo que el sueño se muda a una hamaca paraguaya que cuelga entre palmeras repletas de cocos.

La humilde casa de los Therese contrasta con la inmensidad y colorido de la playa. Paredes y pisos de estucado, techo de chapa y cortinas de tela dan refugio a esta bella familia.

El patio de los Therese habitado por argentinos.

En el noreste de América del Sur flamea la bandera de la Unión Europea. La moneda en curso es el Euro y la lengua materna el francés. Pero poco de Francia y Europa tiene este lugar. Los nacidos aquí, los Amerindios, no se sienten americanos y tampoco europeos. Sus vecinos no los reconocen como hermanos latinos y su país de origen muchas  veces los olvida.

– ¡¡Dóóómino!!- se escucha en la casa de Beltrand y Latti- vecinos de Slone- y se siente el choque de las piezas contra la mesa plástica. Pareciera que la jugada no vale si no hay golpe en la colocación final. Hasta entrada la madrugada se siente el desmadre de los hombres. Probablemente el alcohol, asistente fiel de toda reunión, tenga algo que ver.
Dominó, marihuana y ron son sinónimos en estas tierras. Como también lo son pescado, coco y mango, alimentos que se multiplican con solo nombrarlos.

El mercado en pleno centro de Cayenne.

Al norte de Brasil el rompecabezas cultural desorbita a cualquier jugador que se anime a armarlo.
Los hmong, provenientes de Laos, son los encargados de la agricultura, se los puede ver en los mercados, desfilando entre frutas, verduras y compradores. A este mercado acuden -entre otros- chinos, quienes colonizaron el comercio guyanés en cada esquina. Estos, a su vez, ofrecen sus productos a haitianos, cubanos, sirios y palestinos que arribaron en búsqueda de asilo político. Terminando la ilustración, se agrega la comunidad latina que ha migrado hacia nuevas y mejores oportunidades.

Al enorme puzzle se le suma una ficha clave, el idioma. El francés es el que manda, sin embargo en las calles se escucha español, portugués, chino y crioll– criollo en español, en la época de la colonización los locales desarrollaron un dialecto para no ser comprendidos por sus opresores-.

Pese a mi nulo conocimiento del idioma oficial, la famosa barrera idiomática no ha podido evitar que adopte al lugar como hogar y a los Therese como familia. Con algunas personas, dos o tres, mi escaso portugués o inglés me alcanza. Con el resto la comunicación se convierte en un juego de mímicas, dibujos, miradas y balbuceos de palabras en dialectos varios. Junior, ya rendido y experto ante la situación, nunca deja de mover sus manos mientras intenta explicar algún juego o lo que quiere compartir con los habitantes de su patio.

Y es aquí, en Kourou, donde se puede obtener un doctorado en solidaridad. Un domingo, el día libre de todos, nadie se acuerda de los vicios por un buen rato. Como se había propuesto días atrás, había que montar en el patio de Sloane un carbet -construcción de madera -.

Hombres, mujeres y niños comenzaron a trabajar desinteresadamente. Los hombres con los martillos y las mujeres yendo y viniendo con ollas repletas de comida, fue como, entre sonrisas y cansancio, para el atardecer ya estaba listo este humilde lugar de reuniones. Y ahora sí, de dominó, marihuana y ron.

El carbet ya en pie y en pleno uso

Así pasan los días en Kourou. Siempre con algo nuevo para contar. Tan diferentes son que el 17 de Noviembre, a las 10:06 de la mañana, experimenté una de las razones por la que Francia no quiere soltar Guayana. A cincuenta kilómetros del Centre Spatial Guyanais -Centro Espacial de Guayana-, amaneciendo en la Montagne des Signes, Montaña de los Monos en francés, la tierra empezó a temblar y el ruido no se pudo ignorar. El Ariane 5 salió disparado al espacio, con cuatro satélites a los costados. En menos de tres minutos desapareció casi todo, el temblor, el ruido y el cohete, menos el asombro.

Esperando el despegue del Ariane 5 desde mi hamaca paraguaya

La mente y la imaginación trabajan duro y en vano. Cuesta creer que aquí llegaban los prisioneros más peligrosos, los indomables, el resabio de una sociedad “civilizada”. Siendo distribuidos entre la cárcel de Saint Laurent du Maroní y las Islas de la Salvación, ubicadas al frente del continente, hoy convertidas en museos. Tras esas rejas de agua pasaron parte de sus vidas Dreyfus y Papillon, dos de los prisioneros más famosos en la historia francesa. A Guayana aún se le ven las cicatrices de haber sido el basurero de Francia. Sólo los europeos más osados deciden venir a desarrollar su vida por estas latitudes, que contrastan desde el clima hasta las enfermedades con las de su tierra madre.

Y acá estoy, sin querer partir. En el lugar que me enseñó que la mochila y la vida pesaba más de lo que debía. Donde si me lo contaban no lo hubiese creído. Donde y como nunca me imaginé.

Pero sí, fue real. El Ariane 5, Junior y Kourou.

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