Cada quien con su rompecabezas

Una vez la ruta y sus personajes me dejaron una reflexión. Se las quiero compartir.

Era octubre del 2018, el día me había llevado hasta Bransen, un pueblo en la provincia de Buenos Aires. El objetivo era llegar a Mar del Plata en tren, la idea de hacer los trecientos y tantos kilómetros a dedo no me convencía en absoluto, no sé por qué.

Debía hacer tiempo, el tren no salía hasta las diez de la mañana del día siguiente. Pasé la tarde sentada en el bar de una estación de servicio, escribiendo un artículo para un periódico. Cuando terminé la nota, y estiré el día lo más que pude, me dispuse a sacar el pasaje.
Un pequeño detalle, era jueves 11 de Octubre, un fin de semana largo estaba comenzado y, obviamente, no había boletos a Mar del Plata por más de una semana.

Siendo las once de la noche, el bar comenzó a cerrar y a apagar las luces de toda la estación, y yo que pensaba tirar mi bolsa de dormir ahí.

Con el cansancio de días y el revés a mis planes salí a caminar con la mochila al hombro por las oscuras calles del pueblo. Me reté varias cuadras por no ser precavida al menos una vez, por no vivir en el calendario popular al menos un día.

Deduciendo que el autostop era la única forma de llegar a la Feliz decidí pagar una habitación, descansar y comer bien y a la mañana siguiente enfrentar al destino con el pulgar.

A las nueve de la mañana, con el termo listo para unos mates y un paquete de galletas, estaba parada sobre la 215 a las afueras de Brandsen. El trayecto desde hotel hasta ese punto me había servido para cambiar el desgano de salir a la ruta por esa alegría a la espera de un conductor meta canto y baile sobre el asfalto.

No demoré mucho en ir saltando de auto en auto, restando los 350 kilómetros que me separaban de Mardel. Confieso que, otra vez, me reté. En esta ocasión me reté por no haber optado de un principio por el pulgar, el día recién comenzado ya estaba superando las expectativas. La diversidad y profundidad de pensamientos de los conductores me dejaban tecleando un largo tiempo después que nos despedíamos.

El cuarto coche de la jornada me alcanzó hasta la entrada de un campo. Mientras caminaba en busca de una sombra para esperar el siguiente, una Peugeot Partner se detuvo sobre la RP2. Era Jorge, oriundo de Dolores.
Alegando que salía a la ruta porque no podía pagar una terapia, me invitó a seguir viaje con él. No lo dudé, yo también lo invito a Freud cuando viajo.

Me preguntó si tenía hijos, mientras me contaba su vida. Sus logros, sus errores, sus aciertos, pero más que nada, sobre sus sueños que, a los 52 años, se le habían escabullido quién sabe dónde.

– Yo ese rompecabezas ya lo armé – dijo después de preguntarme si tenía hijos.- Tuve novia, me casé con ella, tuvimos dos hijos y compré una casa.- Sus palabras pesaban, eran como de quien vio una película porque había 2×1 en la entrada.

El viaje siguió en ese rumbo, introspectivo y filosófico. Cuando Mar del Plata nos recibió el telón bajó sin mucho preámbulo. Sin embargo, hasta el día de hoy ese viaje vuelve a mi cabeza, y con él la reflexión:

¿Cuántos rompecabezas armamos porque nos dieron ESA caja? ¿Cuántas fichas ponemos en un lugar porque nos enseñaron que ahí iba y no en otro?
Crecemos buscando las piezas correctas, cumpliendo con la imagen de portada sin preguntarnos si nos gusta o no la foto final.
Nos empecinamos en armar el rompecabezas que se nos pone en frente, sin preguntar por los que están atrás, los que nadie armó, los desconocidos.
Nos exigimos en terminarlo, en cumplir en tiempo y forma. Tiempo y forma que estableció sabrá alguien quién.
Nos olvidamos que la mesa es grande y entran tantos rompecabezas como queramos, que el placer está en el armado y no en la ficha final.
No nos enseñaron que ESE rompecabezas quizá le pertenezca a otra persona, que tal vez a nosotros nos siente mejor otro. Tampoco nos advirtieron que puede tener la forma y color que se nos ocurra.

Así que, cada uno con su rompecabezas que hay lugar para todos.

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