Al Océano Ártico
Un viaje hacia el tope del mundo.
– Vengo de allí en moto. No pude seguir porque en invierno cierran el paso interrumpió– Pero ya lo abrieron. – agregó a modo de disculpa.
El interlocutor era oriundo de México y la conversación fue sobre el Fairweather, un ferry que une Haines con Juneau, la capital de Alaska. Lo más al norte que pensé iba a estar en este viaje, pero Juan, el mexicano, llegó a poner en jaque esa idea.
La conversación era sobre formas de pisar el Océano Ártico. Las opciones en suelo estado unidense eran únicamente vía aérea o marina y muy costosas. La alternativa terrestre por Canadá que presentaba Juan se veía muy tentadora. No hubo que hablar mucho más, el tope del mundo era un hecho.
Una frase de KingaFreespirit, que me llegó por Juan Villarino, de alguno de sus libros seguramente, vino a combatir los malos augurios de quienes escuchaban el plan: “Si hay una ruta en algún momento pasará un vehículo y si pasan vehículos en algún momento uno va a frenar”.
Hacer los últimos novecientos kilómetros de la Dempster Highway a dedo parecía una locura. Una ruta inhóspita, con tan solo un paraje en el medio y dos o tres vehículos al día.
Desde la legendaria ciudad del oro de Dawson City, ex capital del Yukón el último gran poblado canadiense rumbo al norte, un citadino nos llevaba hasta la famosa intersección con la Dempster. Al agotar todos sus argumentos de los NO, empaquetó seis chorizos de alce para los cinco días que el viaje requería -según él-. Mi mochila contaba con un paquete de Oreos y dos bananas, en mi cabeza eran más que suficiente para los 900K que nos separaban del Océano Ártico.
Y allí estaban las mochilas a media mañana, bajo el sentenciador cartel de inicio de la Dempster Hw. Dos horas después, sin agua en el termo pero con el temor a flor de piel que algún oso quisiera unirse al equipo, Mike detuvo su camión. Dispersada la polvareda de su enorme Mercedes Benz, invitó a seguir viaje junto a él, no sin extrañarse de la situación de dos extranjeros haciendo dedo sobre esa ruta que pocos quieren transitar.
A las once de la noche, con un sol de dos de la tarde (por aquellas latitudes me acostumbré a vivir sin noche, le llaman el sol de media noche que se da en verano) llegamos al paraje ubicado a mitad de camino. Un puesto de gasolina, un hotel con restaurante para camioneros y turistas y un pequeño campamento para los osados que se animan a atravesar la Dempster en moto.
Mike se acomodó en su camión, nosotros armamos la carpa y prendimos el fuego para darle su merecido a los chorizos de alce. Una vez saciado el hambre, el manjar de minutos atrás pasó a ser el sabor más repugnante que alguna vez probé.
Apagado el fuego llegaron ellos, los que todos advirtieron pero no les creí una sola palabra, los mosquitos gigantes. No sé cómo un mosquito vive por aquellos lados, ni tampoco cómo es que son tan grandes y capaces de atravesar las tres capas de pantalón que me cubrían. El frío y los insectos no eran la mejor combinación, por lo que la decisión fue dormir en el piso de las duchas del campamento, no hubo discusión alguna.
Al día siguiente, pasamos la famosa línea del Círculo Polar Ártico. El paisaje mutaba de una vegetación tupida, taiga, a una tundra totalmente árida y amarillenta. Después de seis horas Inuvik daba la bienvenida, aún restaban ciento cincuenta kilómetros para el afamado océano.
Dispersadas las dudas de dirección en la biblioteca del pueblo y rellenado el termo con agua caliente, nos posamos con el pulgar en alto sobre el último tramo de aquella ruta sin salida más que al hielo. Unos minutos después un auto se detuvo, desde la ventanilla el conductor levantaba una bolsa. El señor, originario de Inuvik, estaba ofreciendo una porción de la pesca del día. Hecho el intercambio de agradecimientos y paquete, siguió su camino.
Las horas pasaban y no se escuchaba motor alguno en ninguna dirección. Con hambre y frío, pese al radiante sol, decidimos hacer una fogata y cocinar el pescado regalado que ya comenzaba a descongelarse.
Unas dos horas habremos invertido en buscar leña, cocinar y comer el manjar fresco. Estoy convencida que prender un pequeño fuego es el ritual por excelencia para retrucar la espera rutera. Sin embargo algo no andaba bien, el camino seguía desolado. Después de dos años de viaje, a esa altura ya había aprendido a moverme en la atemporalidad nómada, algo así como cuando eras chica y empezaban las vacaciones y no sabías si era domingo, pascuas o el cumpleaños de tu vecino. Pero nunca pensé que iba a estar tan desubicada en el tiempo como ese día en la ruta. Al mirar el reloj entendimos todo, eran las dos de la madrugada, nadie excepto dos perdidos en el sol de medianoche iba a estar vagabundeando por las calles.
Agotados por el chiste que nos jugó el planeta, volvimos a Inuvik, a esperar en el único kiosco abierto las cuatro horas que nos separaban del “amanecer”/despertar del pueblo.
A las ocho de la mañana, con el termómetro marcando -8Cº, allí estábamos otra vez izando el pulgar por turnos, el frío para él era desgarrador. Asistidos con café caliente por unos empleados, quienes viendo que no había resultado positivo alcanzaron un cartel con el nombre de caserío sobre el Océano Ártico: Tuktoyaktuk (sí, así de innombrable).
Habrá sido el café, el cartel o la buena onda que esos dos hombres nos dieron, porque al instante una pareja de jubilados canadienses nos abrían la puerta de su 4×4 y emprendíamos los últimos kilómetros de un paisaje gélido y seco custodiado por zorros al costado del camino. La meta estaba cumplida. El Ártico estaba bajo mis pies, congelado. Allá estaba, frente a un océano de hielo, en la cima del mundo. Ahora sí, en lo más al norte que podía estar.
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