Compartiendo Casas | Santiago de Cuba
Corría febrero del 2018. El destino con el que había soñado, desde que salí por tres meses allá en el 2016, estaba llegando a su fin. Pero no me iba a despedir así como si nada. Cuba me iba a dar una experiencia que espero jamás olvidar.
Desde Santa Clara, sobre el tren nacional número tres, partía hacia Santiago de Cuba. (En este post te cuento cómo moverte barato- e interesante- por Cuba). Con la cabeza fuera de la ventana, el cálido aire acariciaba mi cara mientras el sol comenzaba a caer sobre aquellos campos caribeños. Fue ahí cuando entendí lo simple que es la felicidad, o eso creo, la sonrisa no me dejaba pensar otra cosa.
Con el pasar de los desvencijados durmientes una Cuba distinta se iba dando a conocer. En Santa Clara, antes de salir, una señora me encargó a su madre, María. A los pocos kilómetros ya nos estábamos contando la vida, la de ella mucho más interesante, por supuesto.
María, de ochenta años, santiaguera de pura cepa y descendiente de la alta sociedad cubana de los años cincuenta, me contaba que de pequeña acompañaba a su mamá a reabastecer a los guerrilleros escondidos en Sierra Maestra.
Después de dieciocho horas de viaje por fin llegamos a destino. Mi compañera se fue con su yerno y yo me dispuse a descifrar cómo llegar a lo de unos conocidos de unos amigos. Los augurios no eran de los mejores: “está muy lejos”, “no hay buses hacia allí”, “un taxi le va a cobrar veinte CUC”. Veinte CUC pensaba, casi veinte dólares, pagué un CUC el tren de 18 horas, imaginarán mi cara y negativa. (Qué moneda se usa en Cuba)
Saliendo de la estación con los planes devastados y viendo para dónde encaminar mi día y estadía, me cruzo con María y su yerno. No sé en qué momento, pero de un minuto a otro pasé de estar perdida en Santiago de Cuba a ser la invitada de la familia Font.
Mientras Narjara, la mamá, preparaba la cena, su esposo Fran me contaba cómo él solo había construido la humilde casa con maderas y chapas al lado de las vías del tren, y cómo había utilizado una vertiente para construir el baño a unos metros de la vivienda.
– Para la visita lo mejor- me dijo Zulleimys, la mayor de las dos hijas, mientras me cedía su pequeña cama.
Alexa, de tres años y la consentida de la casa, curioseaba mi mochila y todo lo que de ella pendía. Intrigados, Fran y Narjara me preguntaron dónde dormía generalmente. Cuando les respondí que a veces mis noches las pasaba en la carpa, sus hijas abrieron muy grande sus ojos.
Entusiasmadas ante la posibilidad de ver una carpa, de poder jugar y entrar en ella, esas que solo veían en algún libro, salimos al patio. Un santiamén después estábamos manos a la obra.
Una vez que la pusimos en pie. Las invité a mi casa nómada y Alexa decidió que las tres tomaríamos la siesta allí.
Hacía una semana que el universo me había cruzado con su abuela en un tren. Hacía una semana que me habían abierto la puerta de su casa pese a que está prohibido en la isla.
Hacía una semana que las tres vivíamos algo que no se nos iba a borrar por mucho tiempo.
Veo las fotos y revivo la felicidad de ellas de poder dormir en mi mono ambiente móvil y la mía de que Zulle me haya compartido su cama.
Quizás ellas no se olviden de su primera vez en una carpa, yo no me voy a olvidar del primer momento con ellas.
Recuerdo y sonrió. Igual que en aquella semana en la que compartimos nuestras casas.
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