En piloto automático

No sabría decir cuándo caí en la cuenta. No sé qué lo volvió a prender. ¿El tiempo? ¿El lugar? No sé.

El sentido volvió a ser aquel evento que, aunque le faltasen semanas, es algo “por lo que”. Hasta que llega, y la zanahoria pasa a ser un cumpleaños que hace mucho no estás, una recibida que está al caer o un reencuentro que se pospone hace años.

Otra vez los días de la semana vuelan sin relevancia alguna y lo emocionante se encuadra en dos días, que poco pueden hacer contra cinco. Desde el lunes deseando el viernes que dura un instante y al abrir los ojos ya es un domingo más que espera al menospreciado lunes.

Trabajar para mañana tener. Bañarse a las apuradas para llegar, huyendo del regocijo de sentir el agua escurrir por el cuerpo. Desayunar para no caer a medio día, sin reparar en el silencio que solo da la mañana mientras el sol se cuela por la ventana. Cebar un mate para que quede varado a un costado de la computadora, del que nadie se percata lo lavado que está.

Volví a encontrarme con esas pastillas universales de “así se vive”, que le sacan importancia al tan nombrado AQUÍ y AHORA y nos enfocan en tentadores futuros que siempre se están renovando. Volví a tomarlas, como placebos diarios de efecto instantáneo pero tan volátil y banal como calmar a un nene con un caramelo.

Otra vez parada frente al interruptor, sin saber en qué momento la perilla se subió. Mucho esfuerzo y kilómetros me costaron poder apagar el piloto automático que viene de fábrica. Y acá estoy, intentando descifrar cómo desconectarlo nuevamente.

Estar para vivir y no vivir por estar.

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